Gianni Alfredo Biffi (Callao, 1977) es un narrador peruano contemporáneo. Realizó estudios de Ciencias Políticas en Estados Unidos. Ha publicado la colección de cuentos titulada Su Póliza no cubre esta eventualidad, sr. Samsa (vivirsinenterarse, 2018)
El cuento que compartimos a continuación forma parte de su primer libro.
¿QUIÉN VA PARA NAZI?
Mi abuela Miriam -cuyo nombre en hebreo significa mar de amargura- fue la última persona en saludarme el día de mi décimo cumpleaños. Me dio un abrazo desganado, me dijo “Mazel Tov, Maoz” y sacó de su cartera mi regalo: un paquete envuelto por varias capas de papel kraft y liado con cinta adhesiva. Me lo dio mientras vigilaba que nadie -especialmente mi madre- nos estuviera observando y se acercó a mi oído para decirme en voz baja: “Ábrelo por la noche. Cuando estés solo. Sin que tus padres se enteren”.
***
Esperaba como regalo El hombre araña #293 y el #294. Estaba fascinado por el arte trivial de los cómics. Leí cientos y cientos de todo tipo en la infancia. Y aun hoy día, me sigo considerando un “lector infantil” en el sentido literal, pues continuo consumiéndolos cada semana.
En lugar de lo que había pedido, me regaló dos libros: “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal” y “Los alemanes y la culpa colectiva: el debate Goldhagen”, además de un cuaderno con varias fotografías y artículos, cortados y pegados a modo de álbum, que eran un recorrido histórico del holocausto. Al final, en la última página, aparecían escritas de su puño y letra unas pocas palabras que voy a fiar a la memoria: “No te hagas ilusiones que ya terminó, Maoz. Eso puede volver a pasar acá”.
***
Los padres de mi abuela inmigraron a Lima desde Sosnowiec, Polonia, antes de la Segunda Guerra Mundial. Y tengo la seguridad de que, de no haber sido por lo que la prensa local llamó un aislado incidente antisemita, habría sido una abuela promedio, de las que pueden ser retratadas con un par de pinceladas: alegre y siempre con un comentario amable en los labios. Una abuela cuya cualidad más sobresaliente habría sido del tipo culinario: durante el Pésaj, preparaba una ovacionada torta de chocolates y nueces que no llevaba harina ni yema de huevos.
Pero aquel camino que la conducía a una tradicional vejez se torció un sábado. Mientras salía de la sinagoga de la unión israelita del Perú, tropezó con tres hombres, de cabezas rapadas, armados con tablas de madera, que insultaban a un grupo de niños tocados con kipá. Uno de estos hombres arrancó una kipá de la coronilla de un niño y empezó a hacer ademanes obscenos, al mismo tiempo que decía que se debería quemar la sinagoga con los judíos dentro. Apareció un rabino y se acercó a tratar de dialogar con los agresores. Pero uno de ellos levantó una tabla de madera y en una ráfaga empezó a apalearle. Mi abuela estuvo a punto de recibir un golpe, pero una sirena de patrullero puso a correr a los delincuentes.
En la comisaría le fue difícil dar la declaración para el parte policial. A su lado estaba el rabino, el septum torcido, la barba y el flequillo ensangrentado, mesándose los tirabuzones y diciéndoles a los niños: “No tengan miedo. Esto es parte de nuestra herencia: ser atacados cobardemente y levantarnos más fuertes que antes”. En ese momento la abuela sintió estar viviendo una historia ajena, una narrativa que había escuchado muchas veces y de la cual nunca pensó que iba a ser parte. No se imaginó que algo así podía pasar en Lima donde los judíos éramos casi invisibles. Sin duda sabía que existía un antisemitismo irreflexivo y católico que está en el habla cotidiana de los peruanos. Tics, rescoldos y estereotipos de siglos pasados. Muchas veces, desde el colegio, había escuchado el “no seas judío” cuando se referían a personas avaras, y era algo que no le molestaba y a lo que estaba acostumbrada. Pero ahora descubría cómo un prejuicio social había escalado a algo más violento. Los insultos habían pasado a convertirse en agresiones físicas y -ahora lo podía vislumbrar- con el tiempo se convertirían en algo peor.
Yo en ese entonces tenía dos años, y era ajeno a la intolerancia y a la doctrina antijudía. Pero estoy seguro de que, al mirar los rostros asustados y llorosos de esos niños, pensó en mí, su único nieto.
Luego de varios días de reflexiones, propuso a su hermana tomar un avión a Europa y hacer el tour a Auschwitz. “Lo hago para preservar la memoria de todos aquellos que perdieron la vida en el campo”, fue la escueta respuesta que les dio a mis padres cuando estos le preguntaron, intrigados, la razón de su repentino viaje. Aunque el verdadero motivo -me lo contó más tarde- era tratar de averiguar de dónde venía ese odio, casi sobrenatural, que dominaba a los hombres que golpearon al rabino.
Las dos hermanas caminaron juntas, con la ayuda de un folleto informativo, dentro de una cámara de gas construida para que dos mil personas, en media hora, dejaran de existir. Se detuvieron al lado de un horno que produjo montículos de ceniza humana, recorrieron celdas subterráneas donde dejaban a los prisioneros morir de hambre y de sed en la oscuridad. Conocieron y trabaron amistad con un profesor de Tel Aviv que las acompañó dentro del campo y les explicó cuál fue el verdadero factor motivador de la guerra. “Los planes económicos y expansionistas -las razones que los alemanes dieron para iniciar el conflicto- fueron solo una simple mentira. El odio a los judíos fue la causa por la cual los ciudadanos de uno de los países más civilizados del mundo iniciaron la guerra y se convirtieron en una piara de asesinos”.
La abuela regresó de Europa cambiada, deformada por el trauma. Ya no veía lejanas a las víctimas de la guerra. Su carácter se tornó sombrío. Ahora se advertía una amargura en su voz que acabaría siendo permanente. Empezó a vivir cada día con el fantasma del Holocausto. Entabló una relación epistolar con el profesor de Tel Aviv que le recomendó una extensa bibliografía para instruirse en la situación actual de los judíos. Leyó compulsivamente toda la bibliografía del Holocausto que encontró. Se suscribió a revistas y periódicos de Israel, y empezó a recortar artículos sobre ataques antisemitas, atentados contra las sinagogas y los cementerios judíos, y reportajes sobre el resurgimiento de movimientos de derecha que proclamaban abiertamente su odio a Israel. Luego pegaba esos artículos -como en una película policial donde los detectives cuelgan las pistas que van encontrando- en un mural de corcho. A su manera, trataba de resolver un misterio.
También tenía un mapamundi, en el cual iba cartografiando -marcando con chinches cada ciudad donde se registraban los ataques a las comunidades judías- el atlas de la vuelta del antisemitismo. De esa manera, llegó a la conclusión de que nos encontrábamos en un eterno estado de sitio. El monstruo no había muerto, solo dormía y empezaba a despertar. Pronto, pensaba, se volvería a levantar la veda: un cuerno de caza, como una tuba wagneriana, sonaría otra vez y su único nieto tendría que estar sobre aviso. El mundo nos odiaba. Lo único que podíamos hacer era ignorar este hecho o estar prevenidos. Sabía que si hablaba de sus ideas, mis padres asumirían que sufría de un cuadro de paranoia e histeria, la enviarían a un psicólogo y le prohibirían tener contacto conmigo, así que su misión secreta, desde ese momento, fue prepararme para el próximo holocausto. Que Maoz Levi no fuera un schlemiel, un tonto; o un shlemaz, un payaso que nunca percibe las señales de peligro. Que supiera que su equipaje siempre debería estar preparado, la maleta hecha para escapar cuando quisieran volvernos a meter dentro de un vagón de ganado.
***
Los días que iba a visitarla, me obligaba a mirar películas y documentales sobre el Holocausto. Solía presionar el botón de avance rápido cuando la película llegaba a una parte donde se podía vislumbrar una esperanza para los judíos. “Que las cosas nos empiecen a salir bien rompe mi suspensión de la incredulidad”, decía.
Otras veces íbamos a su biblioteca, un lugar que por el número de volúmenes recopilados sobre el Holocausto podría competir con la de la organización Shoah, y me sentaba a leer por periodos de cuatro horas.
Cuando me quedaba a cenar en su casa, se esmeraba en preparar platos ricos en proteínas y fibras. Me inscribió y pagó por mis clases de karate, y se aseguró de que me levantara temprano todos los días para hacer flexiones y barras. Quiso -sin éxito- que yo fuera un judío de espaldas anchas, alto y fuerte. No el cliché woodyallensco del achacoso con anteojos, el asmático y torpe físicamente, siempre con un libro encima.
De manera ocasional me contaba, luego de la cena, pequeñas bromas, chistes populares que había recopilado y transformado, con algo de ingenio, en una especie de parábolas. Aún recuerdo alguna de ellas:
La parábola de Ben-Zion
Los nazis invaden Polonia y Ben-Zion, joven cantor de la sinagoga, que en ese entonces residía en Holanda, considera oportuno escapar del país lo más rápido posible. Por ese motivo se reúne con un agente de viaje y este, con un globo terráqueo en la mano, empieza a señalar diversos países: “Usted sabe que la inmigración a Palestina está prohibida, no le aconsejaría que viaje a la Unión Soviética a menos que le guste pasar sus veranos en los progroms. La cuota de judíos en Estados Unidos ya está agotada, es imposible conseguir visa para Inglaterra o Italia, necesita una fuerte garantía financiera para viajar a Argentina. ¿Emigrar a Francia? No sabe que existe un pueblo al sur de París llamado La Mort aux Juifs. ¿Emigrar a España? No ha oído hablar del pueblo en Burgos llamado Castrillo Matajudíos.”
Ben-Zion permaneció en silencio unos minutos, reflexionando. Finalmente preguntó: “¿No tiene otro globo terráqueo?”
***
Era un juego. Ella lo había leído en un artículo escrito para Harper’s Magazine por Dorothy Thompson: ¿Quién va para nazi? “Es un pasatiempo macabro. Mirar a personas conocidas y especular quiénes de ellas, dadas las circunstancias adecuadas -las mismas condiciones que tuvieron los alemanes en aquel tiempo-, se convertirían en nazis” ¿Quién delataría al vecino escondido? ¿Quién se alistaría a la SS? ¿Quién formaría parte de esa burocracia que llevó a miles de personas a los campos de exterminio? ¿Quién, simplemente, miraría a otro lado, guardado un silencio cómplice?
Mi abuela parecía saberlo siempre. Nunca me dijo el cómo, solo señalaba a algún conocido y me decía en voz baja: “Ese va para nazi”. Cuando era niño pensaba que tenía algún don, o una especie de poder -como el de un superhéroe- y que su juicio era verdadero. No me quedaba duda de que aquellas personas a las que marcaba como nazis guardaban uniformes de la SS en sus roperos y que sus gatos tenían nombres como Goering o Himmler.
Yo no tenía la más mínima idea de qué datos tomar en cuenta. El patrón de medida, los puntos del compás con los que calibrar la distancia entre una persona normal y un nazi. ¿Era un producto de la cultura, de factores morales, de atavismo, de herencia, de educación durante la infancia? Y sin embargo, cada vez que escuchaba soltar a alguna persona comentarios racistas, me topaba con un profesor prepotente o conocía a niños que practicaban la intimidación y el abuso, asumía que eran candidatos y empezaba a hacer el cálculo sobre qué pasaría si viviesen en un entorno fértil para que desarrollaran esa semilla de maldad.
Desafortunadamente, no existía bibliografía que me pudiera ayudar: no habían publicado un “Descubra quién de sus amigos es antisemita para Dummies”. Y supuse que para poder descubrir algo así se necesitaría un cerebro como una computadora: un procesador que tuviera un disco duro más grande que un frigorífico, dotado de algoritmos capaces de usar terabytes de datos sobre el comportamiento humano.
***
A los once años, empecé a tener pesadillas, a despertar en la madrugada empapado de sudor. Cada noche, dentro de mi cabeza, se proyectaban montajes de campos de concentración, cámaras de gas, cuerpos amontonados y hornos crematorios. Los líderes de la Reichtag eran las celebridades que se paseaban por la alfombra roja de mis sueños.
Si hubiera sido católico, habría puesto estampitas en las cuatro esquinas de mi cama, una docena de santos en mi mesa de noche y colgado un rosario fosforescente de mi cuello. Pero no soy católico: lo único que podía hacer era recitar una oración, el “Baruch atah adonai…” antes de dormir y encomendarme a “Shaloman”, el equivalente hebreo de Superman. Shaloman vivía en la cima del monte Israel y cuando era invocado, las piedras temblaban y se transformaban en un hombre musculoso de cabellos rizados oscuros, revestido con un traje blanco y celeste, cinturón y yarmulke de oro. Donde Superman llevaba la letra “S”, Shaloman tenía la letra hebrea Shin: ש.
Fue por esa época que empecé a dibujar y a crear mis propias historias de superhéroes enfrentándose a los nazis y, como cartas en una baraja, las escenas del Holocausto se fueron mezclando con escenas y personajes de mi mundo infantil. Una parte de mi tiempo la dedicaba a producir mis propias historias y otra, a convivir con la dosis de paranoia diaria con la que la abuela estaba alimentando mi psiquis.
Invertía períodos diarios, más allá de los recomendables, preguntándome si sobreviviría a un campo de concentración.
Le pregunté a mi mamá sobre el asunto. “Tú, ¿sobrevivir Buchenwald?”, contestó. “Pero si la semana pasada te tuvimos que llevar a la clínica por lo de tus alergias. El polen de las flores hace que termines en la sala de emergencias… No podrías sobrevivir dentro de un campo de tulipanes. ¿Cómo piensas que te iría en un campo de exterminio?”
Confirmada mi idea de que no duraría ni los créditos iniciales en una película del Holocausto, entendí que si lo nazis regresaban, tendría que buscar ayuda entre los gentiles: mis compañeros del colegio.
—Si volvieran los nazis, ¿me esconderías en tu ático como escondieron a Anna Frank? –pregunté a Sebastián, mi mejor amigo.
—En mi casa no tenemos ático. En Lima no hay áticos – respondió.
—Entonces, ¿en tu garaje?
—En el garaje guardamos las cosas de Navidad y el kayak de mi hermano.
Aquella respuesta me dio a entender que Sebastián no planeaba con tener un árbol plantado en su honor en la Avenida de los Justos.
Hice una encuesta en mi salón de clase. La mayoría de mis amigos contestaron que sí me esconderían, pero que, ante un escenario tipo “primera escena de Bastardos sin Gloria”, no les quedaría otra opción que entregarme.
***
Fui creciendo con un persistente, anormal e injustificado miedo y un no del todo claro prejuicio hacia Alemania o a lo relacionado con su cultura. Yo no sentía odio hacia ellos. Conforme fui haciéndome mayor -ahora tengo 24 años-, supe muy bien que vincular a cada alemán vivo con el nazismo, o decir que tienen responsabilidad por las atrocidades de la guerra, no era hacer un testamento solemne a la memoria de los muertos, ni un juramento de lealtad familiar: era ignorancia e intolerancia. Admito que sentía un temor irracional al pensar que todos me detestaban sin siquiera conocerme. No me gusta ser odiado por nadie y, menos aún, sin dar motivo. Pero, igual, algunas veces no podía dejar de experimentar un cierto sobresalto al momento de pasar por la embajada alemana. O, cuando tropezaba con un grupo escolar del colegio Humbolt, de imaginar a aquellos niños como nazis en estado larvario (proto-himmlers), niños que, en mi mente, aprendían a dar sus primeros pasos de la oca en el kindergarden.
La abuela consideraba Alemania como un país de crueles bárbaros, autores del mayor crimen contra la humanidad, con los que nunca se debería negociar. Y se encargó de que escuchara la lección de “desconfiar de los alemanes” una y otra vez, martillada en mi cabeza con la pasión de sus discursos. Conforme fui haciéndome mayor, me di cuenta de que había crecido mirando todo a través de un lente distorsionante y que, incluso a esta edad, seguía preguntándome, cuando conocía a un grupo de personas: ¿Quién va para nazi? Sabía que había llegado el momento de responder a esa pregunta de manera personal, utilizando el único medio que me permitía expresarme plenamente.
***
La novela gráfica que empecé a dibujar trataba sobre un cazador de nazis que viaja a la selva peruana a buscar criminales de guerra que habían logrado escapar a la caída del III Reich. La idea no era muy original. En el universo de los comics, había varios superhéroes que, anteriormente, se habían enfrentado a los nazis.
Pensé que me vendría bien hacer un viaje al pueblo ubicado en la ceja de selva, donde habitaban descendientes de tiroleses, renanos y bávaros. Necesitaba tomarle el pulso a la gente, estudiar los posibles escenarios donde la historia transcurriría, hacer bocetos de las caras de los pobladores, y esbozos de los paisajes para las escenografías de mis viñetas.
Viajé en bus y luego tomé un taxi al “Albergue Frau Dorothea Braunsteiner”. El taxista me ayudó a llevar a la recepción, en dos viajes, mi pesado equipaje en el que cargaba equipo fotográfico, abundante ropa, libros, mi laptop, una carpeta tipo archivador con mis bocetos, y otra maleta con todos mis materiales de dibujo.
Tallado en mármol, encima de la puerta, me recibió el escudo de armas tirolés: un águila con las alas extendidas, la cabeza de perfil, y el pico abierto de donde salía una lengua serpenteando. La pared del hostal estaba llena de fotografías. Hombres modelados como estatuas cortando leña. Campesinos rubios y robustos tomando cerveza de esas copas que tienen una tapa metálica adherida al recipiente por una bisagra. Otras fotografías mostraban mujeres de brazos contorneados y hombros anchos, arando la tierra y bailando danzas circulares. Y también habían pinturas representando mitos de dioses nórdicos. Sólo faltaban 99 Luftballons, y que de un fonógrafo empezara a sonar la Cabalgata de las Valkirias, para pensar que había entrado a un parque temático ario: Himmlerlandia.
La dueña, Dorothea, una mujer gorda y rubia, que parecía ser el producto de generaciones de incesto tirolés, me recibió con una sonrisa, al tiempo que sacaba su libro para registrarme.
Le entregué mi DNI y mientras apuntaba mis datos, me quedé mirando un casco que descansaba sobre la mesa de recepción. Era uno de esos cascos que usaba el Kaiser en la Primera Guerra Mundial y que terminaban en una especie de remate cónico.
—Es un casco Prusiano, se le llama Pickelhaube –dijo al notar mi curiosidad-. Y ¿Maoz es tu nombre? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Es un nombre judío –contesté, entusiasmado por el dialogo intercultural y pacífico que se estaba dando entre nosotros –. Es un nombre simbólico que se nos da a los que nacimos en Hanuka, porque en esa fecha se canta el Maoz Tzur.
Aquel pedazo de información hebrea hizo que arqueara una ceja y su rostro pareciera contener un estornudo. Repentinamente, el aura de amabilidad desapareció. Empezó a llenar mis datos en silencio. Tuve ganas de que tropezara y cayera sentada sobre su pickelhaube. ¿Existe una palabra alemana para eso? Pareciera que debería de haber una: Sitzenovenpicklehaube.
En eso entró un hombre viejo, avanzando con pasos rítmicos, como un soldado veterano, bastante grueso y alto, de facciones vulgares, que tenía una cicatriz debajo del ojo izquierdo. Vestía como si fuera a aparecer, tocando el acordeón, por la abertura de un reloj cucú: un sombrero de fieltro verde con pluma, pantalones cortos y medias hasta la rodilla. El hombre me miró fijamente, luego señaló con el mentón mis maletas y, sin pronunciar palabra, sonrió. No era una sonrisa amable, sino una mueca que contenía en partes iguales una dosis de burla y otra de desprecio. Parecía decir: “No vas a poder cargar con todo ese peso, juden”… Entonces apareció ante mí la Alemania tétrica de mi imaginación.
Yo sé que tengo la clase de cuerpo delgado que, en el casting para una película de época, me hubiera valido para representar el papel de “campesino en época de hambruna”. Pero en ese momento no quise darle la satisfacción de mostrarme débil. Decidí cargar yo mismo mis maletas. El honor de mi pueblo estaba en juego. No importaba ahora que la circulación de mis brazos se cortara y tuvieran que amputarme las extremidades superiores. Levanté el equipaje y empecé a subir las escaleras, dedicando cada peldaño a algún conocido: a mi abuela, a mis padres, a judíos notables como Larry David o Seinfield. El peso superaba con creces la fuerza de mis brazos. Sentía la cara sofocada y que se me contraía; el calor de la selva ayudó a que empezara a sudar, el pecho me temblaba y resoplaba buscando aire. No miré atrás, pero supongo que, al verme subiendo los escalones con todas esas maletas y de un solo viaje, los que me observaban quedaron con la misma cara que puso Hitler cuando Jesse Owens ganó la medalla de oro en las Olimpiadas.
***
La novela gráfica se titula “La espada de Zion”. La historia empieza con Needar, el protagonista, un judío nacido en Lima, cuyos abuelos estuvieron en un campo de concentración durante la Segunda Guerra. Cuando los poderes y habilidades de Needar –gran fuerza física, capacidad para sanar sus heridas en cuestión de minutos, y velocidad sobrehumana- se empezaron a mostrar, fue llevado a Israel para ser entrenado por una división especial de la Mossad. Ahí fue instruido en todo tipo de artes marciales, manejo de armas, infiltración y espionaje. No era una premisa original: Sabra de los X-Men también fue reclutada y entrenada por la Mossad para defender los intereses de Israel.
La misión de Needar era viajar a Sudamérica y aniquilar a los nazis y colaboracionistas que escaparon de Europa, eliminar a cualquier persona que tuviera un pasado manchado en sangre.
El problema era el ocultamiento. Los capataces de campos de concentración, los jefes de la Gestapo, los generales de las SS, los banqueros y los militares del III Reich habían cambiado su identidad. Se habían sometido a operaciones quirúrgicas, transformando su apariencia radicalmente para no ser reconocidos, y habían destruido toda evidencia de su pasado creándose nuevas identidades. Los Buchrucker o Dietrich figuraban ahora en los registros municipales como Gonzáles o García.
Recurrieron entonces al cabalista y erudito del talmud: el rabino Moisés Ben Bezazel (quien usaba un vestido blanco que tenía el símbolo hebreo del Aleph en su pecho א). El rabino sabía cómo elaborar talismanes. Usando nombres sagrados, podía dominar demonios y aprovecharse de sus poderes, con lo cual creaba un amuleto capaz de descubrir el pasado nazi de cualquier persona. Cuando Needar se colgaba el talismán al cuello, este lo guiaba hacia los prófugos y luego le mostraba los trabajos y crímenes que realizaron para el tercer Reich. Dentro del cerebro de Needar, como si fuera una pantalla de cine, o como esa sensación que envuelve la mente de las personas que están a punto de morir, se proyectaba la película de sus vidas: un resumen de los asesinatos y maldades que habían cometido (lo cual me daba la oportunidad de crear nuevas tramas y subtramas). Esto, para las personas que no estén familiarizadas con el mundo de los comics, puede resultar exagerado, inverosímil o disparatado. Pero la idea de usar talismanes y amuletos es algo bastante común. Captain Britain recibía sus poderes del Amuleto de la Verdad otorgado por el mago Merlín. Kelly Ojo Mágico tenía un Talismán Inca llamado Ojo de Zoltec que proporcionaba invencibilidad a quien lo llevara puesto. Doctor Fate tenía el amuleto de Anubis, Vixen el amuleto de Tantu, y doctor Strange el Ojo de Agamotto.
De esa manera no había disfraz ni camuflaje que pudiera hacer que los criminales se escondieran de Needar. Pero, como en los cuentos folklóricos hebreos, cuando alguien hacía uso de un talismán, que había sido creado dominando demonios para aprovechar sus poderes, aparecían problemas: el riesgo de una oscura retribución espiritual.
Una mañana, mientras tomaba café y miraba a un niño jugar con una pelota, Needar entró en un estado de trance. Por un brevísimo lapso, dentro de su mente una nueva película se empezó a proyectar: el niño que jugaba con la pelota apareció convertido en un hombre mayor vestido como soldado, exterminando a gente sin ningún sentimiento ni emoción. Una voz dentro de su cabeza le explicó lo que pasaba: ahora podía ver quién era un nazi en estado embrionario. Era capaz de ver esa maldad innata en algún rincón de la conducta humana. Estaba siendo forzado a descubrir, en la gente común, a perversos monstruos capaces de cometer premeditados actos de brutalidad. Y el problema es que empezó a ver muchos, demasiados. La humanidad era un océano de maldad donde, muy de vez en cuando, se dejaban ver pequeñas islas artificiales de bondad. Needar empezó a sentirse como si estuviera rodeado de enfermos que no mostraban ninguna patología visible. Ya no podía fiarse de ninguno, por muy amistosos o inocentes que aparentaran ser. Profundamente, bajo las capas civilizadas de nuestro espíritu, habitaba un ego desencadenado. Oficinistas, médicos, abogados, secretarias, todos vulnerables a las ideas que Hitler había promulgado y llevado a cabo con tanto éxito. Las personas no habían cambiado; en el fondo, no somos éticamente superiores a los europeos de los años treinta y cuarenta.
Amargo y deprimido, sin poder terminar su misión, Needar destruyó el talismán. Temía que pudiese empezar a asesinar preventivamente a las personas o a perder la poca salud mental que le quedaba. Se retiró a un lugar desierto convencido de que la monstruosidad y lo inhumano nos acechan desde dentro, que el mal en el mundo no disminuye y que más holocaustos volverán a suceder. No precisamente a los judíos, sino a otras razas, a otros pueblos. La historia se repetiría otra vez, en los Balcanes, en África, en América.
***
Mi abuela también se fue aislando del mundo. Pasó sus últimos días recluida en su casa y, exceptuando al rabino de la familia, no quiso tener contacto con otras personas. Durante su velorio, la imaginé entrando a las puertas del cielo que Shalom Auslander había descrito en uno de sus libros. El comparó la llegada al paraíso con el final de un largo y agotador maratón: Todos chocaban las palmas de sus manos, se abrazaban, se derrumbaban, se alegraban de que, finalmente, se haya terminado. Derramaban agua sobre las cabezas de los demás y decían “Mierda, amigo, eso fue jodidamente brutal. Nunca más lo volveré a hacer”.
El rabino, después de rezar el Kadish de duelo, y recitar algunos salmos, pronunció unas reflexiones sobre el tema de la muerte (sin importar lo terrorífica que sea la tumba nosotros declaramos que no nos rendiremos) y sobre la abuela (recordaremos todos esa torta de chocolates y nueces que preparaba durante el Pésaj) .
Luego de la rasgadura de ropa, el rabino se acercó al rincón del velatorio donde me encontraba y me dijo:
—Hablaba bastante de ti. Por lo que tengo entendido no sueles ir a la sinagoga y tampoco tienes la costumbre de rezar. Miriam conocía tus defectos. Sin embargo, no le daba mucha importancia. Ella sospechaba que no recitarías el kadish, tres veces al día, durante los días de duelo. Pero, aparte de nuestras oraciones, existen otras maneras de honrar al fallecido. Por ejemplo, dar tzedaká, que significa: dar buenas acciones. Ese es el mensaje que me dejó para ti. Puede que dejes de rezar por ella, pero intenta conservar, hacer tuya, la misión con la estaba involucrada en su vida. Prolonga el trabajo de tus ancestros. Así que he decidido – dentro de mis posibilidades- continuar el discurso de la abuela. Ser la voz la voz que interrumpe alguna risueña homilía que hable sobre la bondad del hombre. El acorde disonante que estropea algún himno de la alegría. Pregonar que la maldad yace a unos milímetros dentro de la persona más noble y civilizada: Esa es mi buena acción, mi tzedaká.
Ilustración: